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Ángel Rojas

Carmen Conde. En la Cartagena del Cantón. Julio de 1936
"Todas las manos abiertas de los enemigos de la República caben holgadamente dentro del puño gigantesco del pueblo consciente. Acabamos de medir esta posibilidad y la evidencia, con un extraordinario derrame de sangre española. Porque española, pero de la vieja España de pandereta, de la España que hizo decir a la copla: 

«Si habla mal de España, es español...», es la sangre de las manos abiertas con tan hermoso signo de paz aparente; abiertas como los indios americanos las abren para dar símbolo de su amistad, y que en Europa, la agonizante Europa, está siendo signo fatídico de guerra; de guerra con los hermanos del pueblo. 

En Cartagena, ciudad leal, ponderada, con historia cantonal que en vano se quiso olvidar pero que vive heroicamente entre sus hijos, apenas si ha pasado la sublevación; es decir más claramente: casi no ha habido sublevación. Y no la hubo porque el pueblo ha estado alerta, vivo, despiertísimo, en la calle; y cuando un pueblo está en la calle, entero, vital, alegremente decidido a morir por salvarse, ¿qué reacción por muy notable que fuere, podría hacerle fracasar en su empeño de salud? 

Cartagena no ha dormido, sino que con unos ojos grandes como su campo llano, vigila lo que pasa entre los que quisieron perderla. Más allá de Cartagena también están los nuestros, los de aquí, impidiendo a la reacción triunfar; y de esos hombres que vibrando heroísmo y abnegación corren hacia las manos abiertas en manojo de traición para encerrarlas en el puño inmenso del pueblo fuerte, ya van llegando los muertos; ya el día 24 de un julio inolvidable para todos, llegó uno a los brazos alzados y a los ojos sombríos de lágrimas del pueblo: ese muchacho valiente de la C. N. T., que con su ojo destrozado, su cara deshecha, su pecho roto, y los débiles, los sufridos hilos de sus venas quebradas por amor a la libertad del proletariado, ha caído trizado por la metralla que por Dios y por España vomitan los fusiles y cañones de los facciosos.

¡Por Dios, que es horrible ver la muerte entre hombres que nacieron para amarse! ¡Y por España, que es la patria de todos, que es espantoso ver el suelo hermoso de la nación en pesadilla de locura, lleno de vísceras, de sangre, de almas como flores pisoteadas por caballos desbocados, de los cuerpos sanos y jóvenes de tantos y tantos hombres nacidos para ayudarse a vivir y que por afán de dominio, de poderío de unos pocos (demasiados, sin embargo, para el corazón), arden la guerra maldita que durante tantísimos años es la sombra civil de la patria!

Locos por recuerdos del tiempo en que el pueblo nada pedía porque nada sabía, esos pobres hombres que ahora son nuestros enemigos pero que crecieron a la par nuestra, cerca de nuestra misma infancia, de nuestra juventud, para tornarse un día en nuestros enemigos eternos, en nuestros matadores y en nuestras víctimas, se levantaron para restaurar un viejo imperio que murió por roñoso y por putrefacto, y acometer la empresa absurda de inaugurar en España la dictadura capitalista, militarista, fascista; que vemos con dolor tantos seres jóvenes, y que ven con envidia tantos viejos de cuerpo y de espíritu. No quiere el pueblo español más cosas europeas;

Europa está en la agonía, no es de Europa de donde las generaciones futuras habrán de tomar alimento intelectual ni espiritual, muchísimo menos social; sí, será de Asia, de África, de India otra vez de donde el tiempo futuro alimentará sus ojos ávidos; y esas horribles dictaduras europeas, con su falso cortejo del que se deslumbraron nuestros rebeldes españoles, no puede satisfacer al pueblo que duele hartazgo de siglos de injusticia, de incomprensión, y que hace cinco años que espera de su República un porvenir distinto al que constituyeron las podridas monarquías. 

Todo eso lo han olvidado los que nos enseñaban sus manos abiertas burlándose de los puños cerrados de nuestro pueblo y en las manos que pregonaban a simple vista amistad, colgaron la traición más negra a fin de que el PODER (¡qué vergonzoso ideal humano!) fuera suyo, y que bajo ese poder anhelosamente deseado gimiera otra vez el pueblo que ellos creen insultar llamándole marxista, comunista, como si eso fuera malo, feo, inhumano, persiguiendo como persigue la paz, la satisfacción de los tristes, de los pobres, en contra de lo que sabemos cierto -opresión, miseria, persecución- si ellos, los rebeldes triunfaran. 

Si se mira a Rusia, no es para merecer odio; se mira tan lejos, a Asia, porque aquí, en Europa, todo está deshecho, podrido, hundido; dígalo, si no esta sublevación armada de nuestro nefasto militarismo siglo XIX, del militarismo que no comparte con ninguna otra actividad mental la actividad del brazo armado; en Europa el pueblo español no encuentra nada que merezca su atención, y ha mirado con esperanza a Rusia porque Rusia se le aparece como la representación del esfuerzo más enorme del pueblo en favor de su libertad total. 

Mirar a Rusia no es un pecado, hermanos que hoy sois nuestros enemigos más cruentos, porque cuando el hombre va en busca de su felicidad y la felicidad de los suyos, es la mano protectora la que se le debe tender y nunca el fusil para impedirle su paso; una mano protectora puede desviar amorosamente si el camino emprendido tiene orillas dañinas, pero un fusil solo consigue que otro fusil se le alce enfrente y ya quede, en definiva, en pie uno de los dos; en este caso, el pueblo es el que quedará erguido; porque el pueblo tiene la razón, porque el pueblo tiene la voz de Dios, porque el pueblo tiene la voz de España.

Pero yo he decir aquí que en estos espantosos días de la sublevación facciosa, mi corazón está lleno de dolor por todos, absolutamente por todos los hombres caldos; que a mí me duelen extraordinariamente esos cadáveres de obreros, de milicianos, de soldados, de los que fueron a defender al pueblo, pero que me duelen también muchísimo aquellos que van cayendo ante los míos, porque son españoles como nosotros, y porque son jóvenes y equivocados. 

¡Qué gran España habríamos hecho todos unidos! Y qué hermosa España están destruyendo los que ofenden y los que se defienden; la patria llena de siglos de hermosura, la patria llena de monumentos, la patria llena de campos que hoy lloran bajo las bombas que los secarán para mucho tiempo! Es una inmensa crisis de amor la que sufre el mundo y, singularmente, Europa; y en este caso, 

España; una crisis de amor que hay que remediar inmediatemente, apenas las armas vuelvan a su descano, porque sin amor, sin estar todos unidos en la obra magnifica de mejorar la humanidad llevando al pueblo oprimido pero ya libre, ya fuerte, ya compacto como su puño en bandera de afirmación, solamente tendremos guerra, dolor, persecución armada, caza de hombres, sangre en las calles, y este dolor sin fin, sin límites, que está en todos los pechos de los que contemplamos la lucha con la fiebre ardiente, pues no sabemos sentir odio hacia los rebeldes sino que les consideramos equivocados, desahora sangrienta que nos pertenece. 

Y así debemos quererlo las mujeres, así debemos trabajarlo las mujeres; todas, sin excepción; que son madres las mujeres míseras, llenas de hambre; y son madres las mujeres de clase mitad y mitad; y son madres esas pobres mujeres ricas que no han impedido con sus entrañas que sus hijos vayan a sembrar de cadáveres la patria por tenerlas siempre más altas que las demás mujeres del pueblo.

Esta guerra no la han impedido las mujeres ricas, sino que quizá la han provocado; y es deber nuestro arrancar semillas de odio de los pechos hijos, para que sea cierto de una vez que somos hermanos.

Pero todo eso vendrá dentro de poco. Ahora hay que seguir en pie firme en la lucha. Enterrando nuestros muertos, sí, nuestros muertos, que aún hay mujeres en Cartagena que preguntan a las mujeres republicanas: 

"¿Esos muertos que dice la radio, son de ustedes?"... olvidando que los hombres son, sin excepción, de todas las mujeres; y que los muertos nuestros son también suyos, como nuestros son los de ellas. Hay más hombres de aquí que enterrar; hombres todos los que 'vienen, muertos a traición, fea pegada de los que eran depositarios del honor de España.

 A todos hay que llevarlos a la tierra con nuestros brazos como compaña. Y después que estén dentro del seno que a todos nos contendrá, volver los ojos al porvenir con esperanza de que estos hechos nefastos no vuelvan a repetirse jamás.

Porque ellos vuelvan (volverán, yo lo espero del amor de las mujeres que a su lado estuvieron enardeciéndoles insensatamente y que hoy lloran su error) de su acuerdo calmándose en sus deseos de mando en contra del pueblo, y porque nosotros, todos nosotros estemos con los ojos tan abiertos que no crezca una hoja en los árboles, ni un césped en el campo sin que lo veamos crecer!
El bosque de puños que vimos alzarse en la plaza del Ayuntamiento en torno del primer llegado de la lucha, vencido por la traición, ornado de sus iniciales como de más puños amigos, es capaz, ya lo vemos, de apresar dentro de sus dedos todas las manos abiertas, todas las manos alzadas de los hoy enemigos. Pues dentro de un puño cerrado en un brazo alto como un árbol, está, ¡nadie lo vuelva a olvidar!, la voluntad de España.

Pero nadie se desprenda del dolor por los que han caído, sean hermanos o sean hermanastros. Es preciso remediar también heroicamente, esa horrible crisis de amor que es el veneno de Europa la vieja, la fracasada, la verdaderamente facciosa.
CARMEN CONDE